Lección 5
de ¿Qué es filosofía?
de José
Ortega y Gasset
La
necesidad de la filosofía. Presente y compresente. El ser fundamental.
Autonomía y
pantonomía. Defensa del teólogo frente al místico.
Al enunciar el problema de la filosofía
hallamos que era el más radical imaginable, que era archiproblemático. Por otra
parte, veíamos que cuanto más problemático sea un problema más pura es la
actitud cognoscitiva, teorética que lo percibe y escudriña.
Por eso es la filosofía el esfuerzo intelectual
por excelencia—en comparación con el cual todas las otras ciencias, inclusive
la pura matemática, conservan un resto de practicismo. Pero esta misma pureza y
superlativo heroísmo intelectual que lleva a la filosofía ¿no da a ésta un carácter
desaforado, frenético? ¿Tiene buen sentido plantearse problema tan descomunal
como es el filosófico? Si se empieza a hablar aquí de probabilidades fuera
menester declarar que el buen éxito del intento llamado filosofía es lo menos
probable del mundo. Parece —decía yo— una loca empresa. ¿Por qué intentarla?
¿Por qué no contentarse con vivir y excusar el filosofar? Si no es probable el
logro de su empeño, la filosofía no sirve de nada, no hay necesidad de ella.
Perfectamente; mas, por lo pronto, es un hecho que hay hombres para quienes lo
superfluo es lo necesario. Y recordábamos la divina oposición entre Marta
útilísima y María superflua. La verdad es —y a esto aluden últimamente las
palabras de Cristo— que no existe tal definitiva dualidad y que la vida misma, inclusive
la vida orgánica o biológica, es, a la postre, incomprensible como utilidad,
sólo es explicable como inmenso fenómeno deportivo.
Así ese hecho, al fin y al cabo vital, que es
filosofar. ¿Es necesario? ¿No es necesario? Si por necesario se entiende «ser
útil» para otra cosa, la filosofía no es, por lo menos primariamente,
necesaria. Pero la necesidad de lo útil es sólo relativa, relativa a su fin. La
verdadera necesidad es la que el ser siente de ser lo que es —el ave de volar,
el pez de bogar y el intelecto de filosofar. Esta necesidad de ejercitar la
función o acto que somos es la más elevada, la más esencial. Por eso
Aristóteles no vacila en decir respecto de las ciencias: anankatióterai pâsai,
ameínon d'oudemía 15.
Sugestivamente, Platón, cuando quiere hallar la más audaz definición de la
filosofía, allá en la hora culminante de su pensar más rigoroso, allá en pleno
diálogo Sophistés, dirá que es la filosofía he epistémetôn eleútheron, cuya
traducción más exacta es ésta: la ciencia de los deportistas.
¿Qué le hubiera acontecido a Platón si aquí hubiera dicho eso? ¿Y si encima de
eso hubiera situado su disertación en un gimnasio público, donde los jóvenes
elegantes de Atenas, atraídos por la cabeza redonda de Sócrates, se agolpaban
en torno a su palabra como falenas en torno a una linterna y alargaban hacia él
sus largos cuellos de discóbolos? Pero dejemos al amigo Platón y sigamos
perescrutando la amiga verdad.
La filosofía no brota por razón de utilidad,
pero tampoco por sinrazón de capricho. Es constitutivamente necesaria al
intelecto. ¿Por qué? Su nota radical era buscar todo como tal todo, capturar el
Universo, cazar el Unicornio. Mas ¿por qué ese afán? ¿Por qué no contentarnos
con lo que sin filosofar hallamos en el mundo, con lo que ya es y está ahí
patente ante nosotros? Por esta sencilla razón: todo lo que es y está ahí,
cuanto nos es dado, presente, patente, es por su esencia mero trozo, pedazo, fragmento,
muñón. Y no podemos verlo sin prever y echar de menos la porción que falta. En
todo ser dado, en todo dato del mundo encontramos su esencial línea de
fractura, su carácter de parte y sólo parte —vemos la herida de su mutilación
ontológica, nos grita su dolor de amputado, su nostalgia del trozo que le falta
para ser completo, su divino descontento.
Hace doce años, hablando en Buenos Aires,
definía yo el descontento «como un amar sin amado y un como dolor que sentimos
en miembros que no tenemos». Es el echar de menos lo que no somos, el
reconocernos incompletos y mancos.
En expresión rigorosa quiero decir lo
siguiente: Si tomamos un objeto cualquiera de cuantos hallamos en el mundo y nos
fijamos bien en lo que poseemos al tenerlo delante, pronto caeremos en la
cuenta de que es sólo un fragmento y que por serlo nos fuerza a pensar en otra
realidad que lo completa. Así, los colores que vemos, que tan ágil y
galantemente se nos plantean siempre ante los ojos, no son lo que a la vista
parecen ser, quiero decir, no son sólo colores. Todo color necesita extenderse
más o menos, existe, es derramado en alguna extensión; no hay, pues, color sin
extensión. El es sólo una parte de un todo que llamaremos extensión coloreada o
color extenso. Pero esta extensión coloreada, a su vez, no puede ser sólo
extensión coloreada. La extensión, para serlo, supone algo que se extienda, que
sustente la extensión y el color, un substrato o soporte. La extensión
requiere, como Leibniz decía frente a Descartes, algo extensione prius.
Llamemos — como se hace tradicionalmente— a ese soporte del color extenso, materia.
Al llegar a ella parece que hemos llegado por fin a algo suficiente. La materia
ya no necesita ser sostenida por nada: está ahí, es por sí —no como el color,
que es y existe por otro, gracias a la materia que lo sostiene. Pero al punto
nos ocurre esta sospecha: si la materia una vez que existe, que está ahí, se
basta así misma, no ha podido darse el ser, no ha podido venir al ser por su
propia capacidad. No se puede pensar la materia sin verla como algo que ha sido
puesto en la existencia por algún otro poder, como no se puede ver la flecha en
el aire sin que busquemos la mano que la ha lanzado. Es, pues, también pedazo
de un proceso más amplio que la produce, de una realidad más ancha que la
completa. Todo esto es trivial y me sirve sólo para aclarar la idea en que estamos.
Más claro e inmediato me parece este otro
ejemplo. Este salón es en su totalidad presente en la percepción que de él
tenemos. Parece —al menos en nuestra visión— algo completo y suficiente. Se
compone de lo que en él vemos y de nada más. Al menos, si analizamos lo que al
verlo hay en nuestra percepción, parece no haber más que sus colores, sus luces,
sus formas, su espacio y no necesitar de más. Pero si, al abandonarlo dentro de
un instante, halláramos que en la puerta terminaba el mundo, que más allá de
este salón no había nada, ni siquiera espacio vacío, nuestra mente sufriría un
choc de sorpresa. ¿Por qué, si en nuestra mente no había antes más que lo que
veíamos del salón, nos causa sorpresa, sin necesidad de ninguna reflexión, que
no haya en derredor de él casa, y calle, y ciudad, y tierra, y atmósfera, etc.,
etc.? Por lo visto, en nuestra percepción, junto a la presencia inmediata de su
interior, de lo que vemos, había, bien que en forma latente, todo un vago fondo
que, si faltase, lo echaríamos de menos. Es decir, que este salón no era ni aun
en la simple percepción algo completo, sino sólo primer plano que se destaca
sobre un fondo vago con el que contamos tácitamente, que ya existía para
nosotros, bien que como oculto y adjunto, envolviendo lo que, de hecho, vemos.
Ese fondo vago y envolvente no está presente ahora, pero está ahora
compresente. Y en efecto, siempre que vemos algo este algo se presenta sobre un
fondo latente, oscuro, enorme, de contornos indefinidos que es — simplemente— el
mundo, el mundo de que forma parte, de que es sólo pedazo. Lo que en cada caso
vemos es sólo el promontorio visible que hacia nosotros adelanta el resto
latente del mundo. Y así podemos elevar a ley general esta observación y decir:
presente algo, está siempre compresente el mundo.
Y lo mismo acontece si nos fijamos en nuestra
realidad íntima, en lo psíquico. Lo que en cada instante vemos de nuestro ser
interior es sólo un pequeño trozo: estas ideas que ahora pensamos, este dolor
que sufrimos, esta imagencilla que se pinta en nuestro escenario íntimo, esta
emoción que ahora sentimos; pero este pobre montoncillo de cosas que ahora vemos
de nosotros es sólo lo que en cada caso se adelanta a nuestra mirada vuelta
hacia adentro, es sólo como el hombro de nuestro yo completo y efectivo, el
cual queda al fondo como una gran cuenca o serranía de que en cada instante
vemos sólo el rincón de un paisaje. Pues bien, el mundo —en el sentido que
ahora damos a la palabra— es sólo el conjunto de las cosas que podemos ir viendo
unas con otras.Las que ahora no vemos sirven de fondo a las que vemos, pero
luego serán aquéllas las que tengamos delante, inmediatas, patentes, dadas. Y
si cada una es sólo fragmento y el mundo es no más que su colección o montón,
quiere decirse que, a su vez, el mundo entero, el conjunto de lo que nos es
dado y que por sernos dado podemos llamarlo «nuestro mundo», será también mi
fragmento enorme, colosal, pero fragmento y nada más. El mundo no se explica
tampoco a sí mismo; al contrario, cuando nos encontramos teóricamente ante él
nos es dado sólo… un problema.
[¿En qué consiste, lo problemático del
problema? Tomemos el ejemplo inveterado: el palo dentro del agua parece recto
al tacto, no recto a la vista. El intelecto quiere avecindarse en una de estas
apariencias, pero la otra se alza con derechos iguales. El intelecto siente la
angustia de no poder reposar en ninguna y busca una solución: busca salvarse haciendo
de ellas meras apariencias. Problema es la conciencia de un ser y un no ser, de
una contradicción. Como decía Hamlet: «Ser o no ser, ésta es la cuestión.»]
Parejamente, el mundo que hayamos es, pero, a
la vez, no se basta a sí mismo, no sustenta su propio ser, grita lo que le
falta, proclama su no ser y nos obliga a filosofar; porque esto es filosofar,
buscar al mundo su integridad, completarlo en Universo y a la parte construirle
un todo donde se aloje y descanse. Es el mundo un objeto insuficiente y fragmentario,
un objeto fundado en algo que no es él, que no es lo dado.
Ese algo tiene, pues, una misión sensu stricto
fundamentadora, es el ser fundamental. Como Kant decía: «Cuando lo condicional
nos es dado, lo incondicional nos es planteado como problema.» He aquí el
decisivo problema filosófico y la necesidad mental que hacia él nos dispara. Fíjense
ahora ustedes un momento en la peculiar situación que se nos crea frente a ese
ser postulado y no dado, frente a ese ser fundamental.
No cabe buscarlo como una cosa del mundo que
hasta hoy no se nos hizo presente, pero que acaso mañana se manifieste ante
nosotros. El ser fundamental, por su esencia misma no es un dato, no es nunca
un presente para el conocimiento, es justo lo que falta a todo lo presente. ¿Cómo
sabemos de él? Curiosa aventura la de ese extraño ser. Cuando en un mosaico
falta una pieza lo reconocemos por el hueco que deja; lo que de ella vemos es
su ausencia; su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente. De
modo análogo, el ser fundamental es el eterno y esencial ausente, es el que
falta siempre en el mundo — y de él vemos sólo la herida que su ausencia ha
dejado, como vemos en el manco el brazo deficiente. Y hay que definirlo
dibujando el perfil de la herida, describiendo la línea de fractura. Por su
carácter de ser fundamental no puede parecerse al ser dado que es,
precisamente, un ser secundario y fundamentado. Es aquél, por esencia, lo
completamente otro, lo formalmente distinto, lo absolutamente exótico.
Yo creo que es debido, por lo pronto, subrayar mucho la heterogeneidad, lo que tiene de distante e incomparable con todo ser intramundano ese ser fundamental, en vez de hacerse ilusiones respecto a su proximidad y parecido con las cosas que nos son dadas y notorias. En este sentido, bien que sólo en éste, simpatizo con los que se negaron a hacer casero, doméstico y casi nuestro vecino al ser trascendente. Como en las religiones aparece bajo el nombre de Dios esto que en filosofía surge como problema de fundamento para el múñelo, encontramos también en ellas las dos actitudes: los que traen a Dios demasiado cerca y, como Santa Teresa, le hacen andar entre los pucheros, y los que, a mi juicio con mayor respeto y más tacto filosófico, lo alejan y trasponen. Siempre, en este contexto, me emociona recordar la figura de Marción, el primer gran heresiarca del cristianismo, a quien, no obstante tener que llamarlo «primogénito de Satán», la Iglesia, con fina conciencia, ha tratado siempre en forma de desusada consideración, porque era, en efecto, fuera del dogma, varón en todo ejemplar. Marción, como todo el gnosticismo, parte de una conciencia hipersensible para el carácter de limitación, de defecto, de insuficiencia adscrito a todo lo mundano. Por eso no admite que el verdadero y supremo Dios tenga nada que ver con el Mundo: él es lo absolutamente distinto y otro que el mundo —es allotrios. De otro modo quedaría contaminado moral y ontológicamente con la imperfección y limitación de éste. De aquí que, según él, no pueda ser el supremo y auténtico Dios un creador del mundo: sería entonces creador de lo insuficiente, por tanto, él mismo insuficiente, y buscamos, frente al mundo, la perfecta suficiencia. Crear algo es, al cabo —interpreto ahora a Marción— contaminarse con lo creado. El Dios creador es un poder segundo, es el Dios del Antiguo Testamento, un Dios que tiene mucho de ultramundano, Dios de la justicia y Dios de los ejércitos, lo cual supone que está referido indisolublemente al crimen y a la lucha. En cambio, el verdadero Dios no es justo, es simplemente bueno, no es justicia, sino caridad, amor. Existe eternamente ajeno al mundo y ausente del mundo, en absoluta distancia de él, intacto de él; por eso sólo podemos llamarle por excelencia «el Dios extranjero» — xenoz qeuz—, mas por lo mismo que es lo absolutamente otro que el mundo, lo compensa y lo completa, de puro no tener que ver con el mundo lo salva. Y ésta es para el gnóstico la obra más altamente divina: no crear el mal mundo como un demiurgo pagano, sino, al contrario, «descrearlo», anular su maldad constitutiva —es decir, salvarlo.
Si es, por lo pronto, necesario subrayar esa
distancia, no basta con esto. El gnosticismo se queda ahí: es la exageración de
ese momento, del Deus exsuperantissimus. Hace falta el viaje de vuelta. No
resulte que he hecho una confesión de marcionismo. Mal puedo hacerla cuanto que
éste habla de Dios, problema de la teología, y esto para nosotros era sólo ilustración
al margen. Hablamos sólo del ser fundamental, tema exclusivo de la filosofía.
Filosofía
es conocimiento del Universo o de todo cuanto hay. Ya vimos que esto implicaba
para el filósofo la obligación de plantearse un problema absoluto, es decir, de
no partir tranquilamente de creencias previas, de no dar nada por sabido
anticipadamente. Lo sabido es lo que ya no es problema. Ahora bien, lo sabido
fuera, aparte o antes de la filosofía es sabido desde un punto de vista parcial
y no universal, es un saber de nivel inferior que no puede aprovecharse en la
altitud donde se mueve a nativitate el conocimiento filosófico. Visto desde la
altura filosófica, todo otro saber tiene un carácter de ingenuidad y de
relativa falsedad, es decir, que se vuelve otra vez problemático. Por eso
Nicolás Cusano llamaba las ciencias docta ignorancia.
Esta
situación del filósofo, que va aneja a su extremo heroísmo intelectual y que
sería tan incómoda si no le llevase a ella su inevitable vocación, impone a su
pensamiento lo que llamo imperativo de autonomía. Significa este principio
metódico la renuncia a apoyarse en nada anterior a la filosofía misma que se
vaya haciendo y al compromiso de no partir de verdades supuestas. Es la
filosofía una ciencia sin suposiciones. Entiendo por tal un sistema de verdades
que se ha construido sin admitir como fundamento de él ninguna verdad que se da
por probada fuera de ese sistema. No hay, pues, una admisión filosófica que el
filósofo no tenga que forjar con sus propios medios. Es, pues, la filosofía ley
intelectual de sí misma, es autonómica. A esto llamo principio de autonomía —y
él nos liga sin pérdida alguna a todo el pasado criticista de la filosofía—; él
nos retrotrae al gran impulsor del pensamiento moderno y nos califica como
últimos nietos de Descartes. Pero no se fíen ustedes de la ternura de los
nietos. El próximo día vamos a ajustar las cuentas a nuestros abuelos. Comienza
el filósofo por evacuar de creencias recibidas su espíritu, por convertirlo en
una isla desierta de verdades, y luego, recluso en esta ínsula, se condena a un
robinsonismo metódico. Tal era el sentido de la duda metódica que para siempre
sitúa Descartes en el umbral del conocimiento filosófico. El sentido de ella no
era simplemente dudar de todo aquello que, en efecto, suscita en nosotros duda
—esto lo hace a toda hora cualquier hombre discreto—, sino que consiste en
dudar inclusive de lo que no se duda de hecho pero, en principio, podía ser
dubitable. Esta duda instrumental y técnica, que es el bisturí del filósofo,
tiene un radio de actuación mucho más amplio que la habitual suspicacia del
hombre, puesto que dejando atrás lo dudoso se alarga hasta lo dubitable. Por
eso no titula Descartes su famosa meditación así: De ce qu'on revoque en doute,
sino De ce qu on peut revoquer en doute.
Aquí
tienen ustedes la raíz de un aspecto característico de toda filosofía: su
fisonomía paradójica. Toda filosofía es paradoja, se aparta de la opinión
natural que usamos en la vida, porque considera como dudosas teoréticamente
creencias elementalísimas que vitalmente no nos parecen cuestionables. Pero una
vez que en virtud del principio autonómico se ha replegado el filósofo sobre
aquellas poquísimas verdades primeras de que ni aun teoréticamente cabe dudar,
y que por ello se prueban y comprueban a sí mismas, tiene que volverse cara al
Universo y conquistarlo, abarcarlo íntegro. Ese punto o puntos mínimos de
verdad rigorosa tienen que ser elásticamente dilatados hasta aprisionar cuanto
hay. Frente a ese principio ascético de repliegue cauteloso que es la autonomía
actúa un principio de tensión opuesta: el universalismo, el afán intelectual
hacia el todo, lo que yo llamo pantonomía.
No
basta con el principio de autonomía que es negativo, estático y de cautela, que
nos invita a tener cuidado, pero no a caminar, que no orienta ni dirige nuestro
avance. No basta con no errar: es preciso acertar, es forzoso atacar sin
descanso nuestro problema, y como éste consiste en definir el todo o Universo,
cada concepto filosófico habrá de ser fabricado en función del todo, a
diferencia de los conceptos en las disciplinas particulares que se atienen a lo
que la parte es como parte aislada o falso todo. Así, la física nos dice
solamente lo que es la materia como si sólo ella hubiese en el Universo, como
si fuese el Universo. Por eso la física ha solido tender a sublevarse como
auténtica filosofía, y esta pseudofilosofía subversiva es el materialismo. El
filósofo, en cambio, buscará de la materia su valor como pieza del Universo y
dirá la verdad última de cada cosa, lo que esta cosa es en función de todas. A
este principio de conceptuación llamo pantonomía o ley de totalidad. El
principio de autonomía ha sido de sobra proclamado desde el Renacimiento hasta
el día, a veces con un exclusivismo funesto que ha frenado al pensamiento
filosófico hasta paralizarlo. En cambio, el principio de pantonomía o
universalismo sólo ha encontrado atención adecuada en algún momento del alma
antigua y en el breve período filosófico que va de Kant a Hegel, la filosofía
romántica. Yo me atrevería a decir que esto y sólo esto nos aproxima a los
sistemas post-kantianos, cuyo estilo ideológico nos es, por lo demás, sobremanera
extemporáneo. Pero ya es de gran calado esa sola coincidencia. Coincidimos con
ellos en no contentarnos con evitar el errar y en considerar que la mejor
manera de lograrlo no es angostar el campo visual, sino, al contrario,
dilatarlo máximamente, convirtiendo en imperativo intelectual, en principio
metódico el propósito de pensar todo y no dejarse nada fuera.
Desde
Hegel se ha olvidado que filosofía es ese pensamiento integral y que no es sino
eso —con todas sus ventajas y, naturalmente, con todos sus fallos.
Queremos
una filosofía que sea filosofía y nada más, que acepte su destino, con su
esplendor y su miseria, y no bizquee envidiosa queriendo para sí las virtudes
cognoscitivas que otras ciencias poseen, como es la exactitud de la verdad
matemática o la comprobación sensible y el practicismo de la verdad física. No
ha sido casual que en el último siglo fuese el filósofo tan infiel a su
condición. Fue característico de esos tiempos en Occidente no aceptar el
Destino, querer ser lo que no se era. Por eso fue una edad constitutivamente
revolucionaria. En sentido último, «espíritu revolucionario» significa no sólo
afán de mejorar — cosa que es siempre excelente y noble—, sino creer que se
puede sin límites ser lo que no se es, lo que radicalmente no se es, que basta
con pensar en un orden del mundo o de la sociedad que parecen óptimos para que
debamos realizarlos, no advirtiendo que el mundo y la sociedad tienen una
estructura esencial incanjeable, la cual limita la realización de nuestros deseos y da un carácter de
frivolidad a todo reformismo que no cuente con ella. Al espíritu revolucionario
que intenta utópicamente hacer que las cosas sean lo que nunca podrán ser ni
tienen por qué ser, es preciso sustituir el gran principio ético que Píndaro
líricamente pregonaba y dice, sin más, así: Llega a ser el que eres.
Es
forzoso que la filosofía se contente con ser la pobrecita cosa que es y dejar
vacantes las gracias que no le son propias para que se ornen con ellas los
otros modos y clases de conocimiento. A despecho del aspecto megalómano que
primeramente ofrece la filosofía al pretender abarcar el Universo e
ingurgitárselo, se trata, en rigor, de una disciplina ni más ni menos modesta
que las otras. Porque el Universo o todo cuanto hay no es cada una de las cosas
que hay, sino sólo lo universal de cada cosa, por tanto, sólo una faceta de
cada cosa. En este sentido, pero sólo en éste, es también parcial el objeto de
la filosofía, puesto que es la parte por la cual cada cosa se inserta en el
todo, diríamos su porción umbilical. Y no fuera incongruente afirmar que, a la
postre, es también el filósofo un especialista, a saber, un especialista en
universos.
Pero
así como Einstein, según vimos, hace de la métrica empírica y por tanto
relativa —es decir, hace de lo que se considera a primera vista una limitación
y hasta un principio de error precisamente el principio de todos los conceptos
físicos—, así también la filosofía, me importa mucho subrayar esto, hace de la
aspiración a abarcar intelectualmente el Universo el principio lógico y
metódico de sus ideas. Hace, por tanto, de lo que puede parecer un vicio, un
loco afán, su destino rigoroso y su fértil virtud. Extrañará a los más disertos
en materia filosófica que a ese imperativo de abarcar todo le llame principio lógico.
La lógica — inveteradamente— no conoce más principios que el de identidad y
contradicción, de razón suficiente y del tercio excluso. Se trata, pues, de una
heteredoxia que ahora no más deslizo y como anuncio. Ya veremos cuando le
llegue el turno el sentido grave y las razones enérgicas que esta heterodoxia
contiene.
Pero
aún tenemos que añadir, entre otros menos urgentes, un nuevo atributo al
concepto de filosofía. Un atributo que pudiera parecer demasiado inexcusable
para que merezca ser formulado. Sin embargo, es muy importante. Llamamos
filosofía a un conocimiento teorético, a una teoría. La teoría es un conjunto
de conceptos —en el sentido estricto del término concepto. Y este sentido
estricto consiste en ser concepto un contenido mental enunciable. Lo que no se
puede decir, lo indecible o inefable no es concepto, y un conocimiento que
consista en visión inefable del objeto será todo lo que ustedes quieran,
inclusive será, si ustedes lo quieren, la forma suprema de conocimiento, pero
no es lo que intentamos bajo el nombre de filosofía. Si imaginamos un sistema
filosófico como el de Plotino o el de Bergson, que mediante conceptos nos
demuestra ser el verdadero conocimiento un éxtasis de la conciencia en que ésta
transpone los límites de lo intelectual o conceptual y toma contacto inmediato
con la realidad, por tanto, sin la mediación o intermediario del concepto,
diríamos que son filosofías en tanto que prueban la necesidad del éxtasis con
medios no extáticos y dejan de serlo cuando se arrojan del concepto a la
inmersión en el místico trance.
Recuerden
ustedes la impresión sincera que les ha producido el trato con las obras
místicas. El autor nos invita a un viaje maravilloso, el más maravilloso. Nos
dice que lia estado en el centro mismo del Universo, en la entraña de lo
absoluto. Nos propone que rehagamos con él la caminata.
Encantados,
nos disponemos a partir y dócilmente seguir a nuestro guía. Desde luego, nos
sorprende un poco que quien se ha sumergido en tan prodigioso lugar y elemento,
en tan decisivo abismo, como es Dios o lo Absoluto o lo Uno, no haya quedado
más descompuesto, más deshumanizado, con nuevo acento —más distinto y otro de
nosotros mismos. Cuando Teófilo Gautier volvió a París de su viaje por España,
todo el mundo se lo conoció en la cara —porque la traía tostada por el sol
transpirenaico. Según la leyenda bretona los que bajaban al purgatorio de San
Patricio no volvían a reír nunca. La rigidez de los músculos cigomáticos,
solícitos obreros de la sonrisa, servía de «auténtica» a su excursión
subterránea. El místico ha vuelto intacto, impermeable a la materia soberana
que durante un rato le ha bañado. Si alguien nos dice que vuelve del fondo del
mar, automáticamente dirigimos una mirada a su indumentaria con la esperanza de
hallar en ella prendidos vagos restos de algas y corales, flora y fauna abisal.
Pero
es tanta la ilusión que nos ofrece el viaje propuesto, que acallamos esta
momentánea extrañeza y caminamos resueltos junto al místico. Sus palabras —sus
lógoi— nos seducen. Los místicos han solido ser los más formidables técnicos de
la palabra, los más exactos escritores. Es curioso y —como veremos— paradójico
que en todos los lenguajes del mundo los clásicos del idioma, del verbo hayan
sido los místicos. Además de portentosos decidores, los místicos han tenido
siempre un gran talento dramático. El dramatismo es la tensión sobrenormal de
nuestra alma, producida por algo que se nos anuncia para el futuro, al que en
cada instante nos aproximamos más, de suerte que la curiosidad, el temor o el
apetito suscitado por ese algo futuro se multiplica por sí mismo, acumulándose
sobre cada nuevo instante. Si la distancia que nos separa de ese futuro tan
atractivo o tan temible es dividida en etapas, la arribada a cada una de ellas
renueva y aumenta nuestra tensión. El que va a cruzar el desierto de Sahara
siente curiosidad por sus bordes, donde la civilización termina, pero la siente
mayor por lo que hay más allá de esos bordes, por lo que es ya desierto, y todavía
mayor por el centro mismo de éste, como si en ese centro fuese el desierto
superlativo de sí mismo. De esta manera, en vez de menguar la curiosidad
conforme se va usando, es como un músculo que el ejercicio alimenta y acrece.
El más allá de la primera etapa interesa, pero interesa mayormente el más allá
de ese primer más allá, y así sucesivamente. Todo buen dramaturgo conoce el
efecto de mecánica tensión que produce esta segmentación del camino hacia un
futuro anunciado. Y por eso los místicos dividen siempre su itinerario hacia el
éxtasis en virtuales etapas. Unas veces se trata de un castillo dividido en
moradas inclusas las una en las otras, como esas cajas japonesas que tienen
siempre dentro otra caja más —así Santa Teresa—; otras veces es la subida a un
monte con altos en la ascensión, como en San Juan de la Cruz, o bien es una
escalera donde cada peldaño nos promete una nueva visión y un nuevo paisaje
—como en la Escala espiritual de San Juan Clímaco. Confesemos que al llegar a
cada uno de estos estadios sentimos alguna desilusión: lo que desde él
divisamos no es cosa mayor. Pero la esperanza de que en el próximo se
manifestará ya lo insólito y magnífico nos mantiene alertas y animosos. Mas he
aquí que al llegar a la última morada, a la cima del Carmelo, el último
escalón, el místico guía, que no ha parado de hablar durante un momento, nos
dice: «Ahora quédese usted ahí solo; yo voy a sumergirme en el éxtasis. A la
vuelta le contaré a usted.» Dócilmente esperamos ilusionados con la perspectiva
de ver al místico retornar ante nuestros ojos directamente del abismo,
chorreando aún misterios, con el olor acre de los vientos de ultranza que
guardan algún tiempo pegado las ropas del navegante. Helo aquí que ya vuelve;
se acerca y nos dice: «Pues ¿sabe usted que no puedo contarle nada o poco
menos, porque lo que he visto es en sí mismo incontable, indecible, inefable?»
Y el místico, tan locuaz antes, tan maestro del hablar, se torna taciturno en
la hora decisiva, o lo que es peor todavía y más frecuente, nos comunica del
trasmundo noticias tan triviales, tan poco interesantes, que más bien
desprestigian al más allá. Como dice el refrán tudesco: «Cuando se hace un
largo viaje se trae algo que contar.» El místico, de su travesía ultramundana,
no trae nada o apenas que contar. Hemos perdido nuestro tiempo. El clásico del
lenguaje se hace especialista del silencio.
Quiero
indicar con esto que la discreta actitud ante el misticismo, en el sentido
estricto de esta palabra, no debe consistir en la pedantería de estudiar a los
místicos como casos de clínica psiquiátrica —como si esto aclarase nada
esencial de su obra—, u oponiéndoles cualesquiera otras objeciones previas,
sino, al revés, aceptando cuanto nos proponen y tomándoles por la palabra.
Pretenden llegar a un conocimiento superior a la realidad. Si, en efecto, el
botín de sabiduría que el trance les proporciona valiese más que el
conocimiento teorético, no dudaríamos un momento en abandonar éste y hacernos
místicos. Pero lo que nos dicen es de una trivialidad y de una monotonía
insuperables. A esto responden los místicos que el conocimiento extático, por
su misma superioridad, trasciende todo lenguaje, que es un saber mudo. Sólo
cada cual, por sí, puede llegar a él, y el libro místico se diferencia de un
libro científico en que no es una doctrina sobre la realidad trascendente, sino
el plano de un camino para llegar a esa realidad, el discurso de un método, el
itinerario de la mente hacia lo absoluto. El saber místico es intransferible y,
por esencia, silencioso.
En
verdad que no podrían tampoco valer este mutismo y este carácter intransferible
de cierto saber como objeciones contra el misticismo. El color que ven nuestros
ojos y el sonido que oye nuestra oreja son, en rigor, indecibles. El matiz
peculiar de un color real no puede ser expresado en palabras; hay que verlo, y
sólo el que lo ve sabe propiamente de qué se trata. A un ciego absoluto no se
le puede comunicar lo que es el cromatismo del mundo, para nosotros tan
evidente. Sería, pues, un error desdeñar lo que ve el místico, porque sólo
puede verlo él. Hay que raer del conocimiento la democracia del saber, según la
cual sólo existiría lo que todo el mundo puede conocer. No; hay quien ve más
que los demás, y estos demás no pueden correctamente hacer otra cosa que
aceptar esa superioridad cuando ésta es evidente.
Dicho
en otra forma: el que no ve tiene que fiarse del que ve. Pero se dirá: «¿Cómo
podemos certificar que alguien ve, en efecto, lo que no vemos? El mundo está
lleno de charlatanes, de vanidosos, de embaucadores, de dementes.» El criterio
en este caso no me parece de difícil hallazgo; yo creeré que alguien ve más que
yo cuando esa visión superior, invisible para mí, le proporciona superioridades
visibles para mí. Juzgo por sus efectos. Conste, pues, que no es la
inefabilidad ni la imposible transferencia del saber místico lo que hace al
misticismo poco estimable —ya veremos cómo existen, en efecto, saberes que por
su consistencia misma son incomunicables y alientan inexorablemente prisioneros
del silencio. Mi objeción frente al misticismo es que de la visión mística no
redunda beneficio alguno intelectual. Por fortuna, algunos místicos han sido,
antes que místicos, geniales pensadores — como Plotino, el maestro Eckhart y el
señor Bergson. En ellos contrasta peculiarmente la fertilidad del pensamiento,
lógico o expreso, con la miseria de sus averiguaciones extáticas.
El
misticismo tiende a explotar la profundidad y especula con lo abismático; por
lo menos, se entusiasma con las honduras, se siente atraído por ellas. Ahora
bien, la tendencia de la filosofía es de dirección opuesta. No le interesa
sumergirse en lo profundo, como a la mística, sino, al revés, emerger de lo
profundo a la superficie. Contra lo que suele suponerse, es la filosofía un
gigantesco afán de superficialidad, quiero decir, de traer a la superficie y
tornar patente, claro, perogrullesco si es posible, lo que estaba subterráneo,
misterioso y latente. Detesta el misterio y los gestos melodramáticos del
iniciado, del mistagogo. Puede decir de sí misma lo que Goethe:
Yo
me declaro del linaje de esos-
Que
de lo oscuro hacia lo claro aspiran.
La
filosofía es un enorme apetito de transparencia y una resuelta voluntad de
mediodía. Su propósito radical es traer a la superficie, declarar, descubrir lo
oculto o velado —en Grecia la filosofía comenzó por llamarse alétheia, que
significa desocultación, revelación o desvelación; en suma, manifestación. Y
manifestar no es sino hablar, lógos. Si el misticismo es callar, filosofar es
decir, descubrir en la gran desnudez y transparencia de la palabra el ser de
las cosas, decir el ser: ontología. Frente al misticismo, la filosofía quisiera
ser el secreto a voces.
Recuerdo
haber publicado hace años lo siguiente: «Comprendo, pues, perfectamente, y de
paso comparto la falta de simpatía que han mostrado siempre las Iglesias hacia
los místicos, como si temiesen que las aventuras extáticas trajesen
desprestigio sobre la religión. El extático es, más o menos, un
"frenético". Por eso se compara él mismo a un hombre ebrio. Le falta
mesura y claridad mental. Da a la relación con Dios un carácter orgiástico que
repugna a la grave serenidad del verdadero sacerdote. El caso es que, con rara
coincidencia, el mandarín confuciano experimenta un desdén hacia el místico taoísta,
parejo al que el teólogo católico siente hacia la monja iluminada. Los partidarios
de la bullanga en todo orden preferirán siempre la anarquía y la embriaguez de
los místicos a la clara y ordenada inteligencia de los sacerdotes, es decir, de
la Iglesia. Yo siento no poder acompañarles tampoco en esta preferencia. Me lo
impide una cuestión de veracidad. Y es ella que cualquier teología me parece
transmitirnos mucha más cantidad de Dios, más atisbos y nociones sobre la
divinidad que todos los éxtasis juntos de todos los místicos juntos.»Porque en
lugar de escépticamente al extático debemos, como he dicho, tomarlempor su
palabra, recibir lo que nos trae de sus inmersiones trascendentes y ver luego
si eso que nos presenta vale la pena. Y la verdad es que, después de
acompañarle en su viaje sublime, lo que logra comunicarnos es cosa de poca
monta. Yo creo que el alma europea se halla próxima a una nueva experiencia de
Dios, a nuevas averiguaciones sobre esa realidad, la más importante de todas.
Pero dudo mucho que el enriquecimiento de nuestras ideas sobre lo divino venga
por los caminos subterráneos de la mística y no por las vías luminosas del
pensamiento discursivo. Teología y no éxtasis» 16 .
Con
haber dicho esto tan taxativamente no me considero obligado a menospreciar la
obra de los pensadores místicos. En otros sentidos y dimensiones son de
abundante interés. Más que nunca hoy tenemos que aprender de ellos muchas
cosas. Inclusive su idea del éxtasis —ya que no el éxtasis mismo— no carece de
significación. Otro día veremos cuál. Lo que sostengo es que filosofía mística
no es lo que intentamos bajo el nombre de filosofía. La única limitación
inicial de ésta consiste en querer ser un conocimiento teorético, un sistema de
conceptos, por tanto, de enunciados. Volviendo, como haré tantas veces, a
buscar un término de comparación en la
ciencia actual, diré: que si física es todo lo que se puede medir, filosofía es
el conjunto de lo que se puede decir sobre el Universo.
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