martes, 22 de abril de 2025

Lección 5 de ¿Qué es Filosofía? de José Ortega y Gasset



Lección 5 de ¿Qué es filosofía?

de José Ortega y Gasset

 

La necesidad de la filosofía. Presente y compresente. El ser fundamental.

Autonomía y pantonomía. Defensa del teólogo frente al místico.

 

Al enunciar el problema de la filosofía hallamos que era el más radical imaginable, que era archiproblemático. Por otra parte, veíamos que cuanto más problemático sea un problema más pura es la actitud cognoscitiva, teorética que lo percibe y escudriña.

 

Por eso es la filosofía el esfuerzo intelectual por excelencia—en comparación con el cual todas las otras ciencias, inclusive la pura matemática, conservan un resto de practicismo. Pero esta misma pureza y superlativo heroísmo intelectual que lleva a la filosofía ¿no da a ésta un carácter desaforado, frenético? ¿Tiene buen sentido plantearse problema tan descomunal como es el filosófico? Si se empieza a hablar aquí de probabilidades fuera menester declarar que el buen éxito del intento llamado filosofía es lo menos probable del mundo. Parece —decía yo— una loca empresa. ¿Por qué intentarla? ¿Por qué no contentarse con vivir y excusar el filosofar? Si no es probable el logro de su empeño, la filosofía no sirve de nada, no hay necesidad de ella. Perfectamente; mas, por lo pronto, es un hecho que hay hombres para quienes lo superfluo es lo necesario. Y recordábamos la divina oposición entre Marta útilísima y María superflua. La verdad es —y a esto aluden últimamente las palabras de Cristo— que no existe tal definitiva dualidad y que la vida misma, inclusive la vida orgánica o biológica, es, a la postre, incomprensible como utilidad, sólo es explicable como inmenso fenómeno deportivo.

 

Así ese hecho, al fin y al cabo vital, que es filosofar. ¿Es necesario? ¿No es necesario? Si por necesario se entiende «ser útil» para otra cosa, la filosofía no es, por lo menos primariamente, necesaria. Pero la necesidad de lo útil es sólo relativa, relativa a su fin. La verdadera necesidad es la que el ser siente de ser lo que es —el ave de volar, el pez de bogar y el intelecto de filosofar. Esta necesidad de ejercitar la función o acto que somos es la más elevada, la más esencial. Por eso Aristóteles no vacila en decir respecto de las ciencias: anankatióterai pâsai, ameínon d'oudemía 15. Sugestivamente, Platón, cuando quiere hallar la más audaz definición de la filosofía, allá en la hora culminante de su pensar más rigoroso, allá en pleno diálogo Sophistés, dirá que es la filosofía he epistémetôn eleútheron, cuya traducción más exacta es ésta: la ciencia de los deportistas. ¿Qué le hubiera acontecido a Platón si aquí hubiera dicho eso? ¿Y si encima de eso hubiera situado su disertación en un gimnasio público, donde los jóvenes elegantes de Atenas, atraídos por la cabeza redonda de Sócrates, se agolpaban en torno a su palabra como falenas en torno a una linterna y alargaban hacia él sus largos cuellos de discóbolos? Pero dejemos al amigo Platón y sigamos perescrutando la amiga verdad.

 

La filosofía no brota por razón de utilidad, pero tampoco por sinrazón de capricho. Es constitutivamente necesaria al intelecto. ¿Por qué? Su nota radical era buscar todo como tal todo, capturar el Universo, cazar el Unicornio. Mas ¿por qué ese afán? ¿Por qué no contentarnos con lo que sin filosofar hallamos en el mundo, con lo que ya es y está ahí patente ante nosotros? Por esta sencilla razón: todo lo que es y está ahí, cuanto nos es dado, presente, patente, es por su esencia mero trozo, pedazo, fragmento, muñón. Y no podemos verlo sin prever y echar de menos la porción que falta. En todo ser dado, en todo dato del mundo encontramos su esencial línea de fractura, su carácter de parte y sólo parte —vemos la herida de su mutilación ontológica, nos grita su dolor de amputado, su nostalgia del trozo que le falta para ser completo, su divino descontento.

 

Hace doce años, hablando en Buenos Aires, definía yo el descontento «como un amar sin amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos». Es el echar de menos lo que no somos, el reconocernos incompletos y mancos.

En expresión rigorosa quiero decir lo siguiente: Si tomamos un objeto cualquiera de cuantos hallamos en el mundo y nos fijamos bien en lo que poseemos al tenerlo delante, pronto caeremos en la cuenta de que es sólo un fragmento y que por serlo nos fuerza a pensar en otra realidad que lo completa. Así, los colores que vemos, que tan ágil y galantemente se nos plantean siempre ante los ojos, no son lo que a la vista parecen ser, quiero decir, no son sólo colores. Todo color necesita extenderse más o menos, existe, es derramado en alguna extensión; no hay, pues, color sin extensión. El es sólo una parte de un todo que llamaremos extensión coloreada o color extenso. Pero esta extensión coloreada, a su vez, no puede ser sólo extensión coloreada. La extensión, para serlo, supone algo que se extienda, que sustente la extensión y el color, un substrato o soporte. La extensión requiere, como Leibniz decía frente a Descartes, algo extensione prius. Llamemos — como se hace tradicionalmente— a ese soporte del color extenso, materia. Al llegar a ella parece que hemos llegado por fin a algo suficiente. La materia ya no necesita ser sostenida por nada: está ahí, es por sí —no como el color, que es y existe por otro, gracias a la materia que lo sostiene. Pero al punto nos ocurre esta sospecha: si la materia una vez que existe, que está ahí, se basta así misma, no ha podido darse el ser, no ha podido venir al ser por su propia capacidad. No se puede pensar la materia sin verla como algo que ha sido puesto en la existencia por algún otro poder, como no se puede ver la flecha en el aire sin que busquemos la mano que la ha lanzado. Es, pues, también pedazo de un proceso más amplio que la produce, de una realidad más ancha que la completa. Todo esto es trivial y me sirve sólo para aclarar la idea en que estamos.

 

Más claro e inmediato me parece este otro ejemplo. Este salón es en su totalidad presente en la percepción que de él tenemos. Parece —al menos en nuestra visión— algo completo y suficiente. Se compone de lo que en él vemos y de nada más. Al menos, si analizamos lo que al verlo hay en nuestra percepción, parece no haber más que sus colores, sus luces, sus formas, su espacio y no necesitar de más. Pero si, al abandonarlo dentro de un instante, halláramos que en la puerta terminaba el mundo, que más allá de este salón no había nada, ni siquiera espacio vacío, nuestra mente sufriría un choc de sorpresa. ¿Por qué, si en nuestra mente no había antes más que lo que veíamos del salón, nos causa sorpresa, sin necesidad de ninguna reflexión, que no haya en derredor de él casa, y calle, y ciudad, y tierra, y atmósfera, etc., etc.? Por lo visto, en nuestra percepción, junto a la presencia inmediata de su interior, de lo que vemos, había, bien que en forma latente, todo un vago fondo que, si faltase, lo echaríamos de menos. Es decir, que este salón no era ni aun en la simple percepción algo completo, sino sólo primer plano que se destaca sobre un fondo vago con el que contamos tácitamente, que ya existía para nosotros, bien que como oculto y adjunto, envolviendo lo que, de hecho, vemos. Ese fondo vago y envolvente no está presente ahora, pero está ahora compresente. Y en efecto, siempre que vemos algo este algo se presenta sobre un fondo latente, oscuro, enorme, de contornos indefinidos que es — simplemente— el mundo, el mundo de que forma parte, de que es sólo pedazo. Lo que en cada caso vemos es sólo el promontorio visible que hacia nosotros adelanta el resto latente del mundo. Y así podemos elevar a ley general esta observación y decir: presente algo, está siempre compresente el mundo.

 

Y lo mismo acontece si nos fijamos en nuestra realidad íntima, en lo psíquico. Lo que en cada instante vemos de nuestro ser interior es sólo un pequeño trozo: estas ideas que ahora pensamos, este dolor que sufrimos, esta imagencilla que se pinta en nuestro escenario íntimo, esta emoción que ahora sentimos; pero este pobre montoncillo de cosas que ahora vemos de nosotros es sólo lo que en cada caso se adelanta a nuestra mirada vuelta hacia adentro, es sólo como el hombro de nuestro yo completo y efectivo, el cual queda al fondo como una gran cuenca o serranía de que en cada instante vemos sólo el rincón de un paisaje. Pues bien, el mundo —en el sentido que ahora damos a la palabra— es sólo el conjunto de las cosas que podemos ir viendo unas con otras.Las que ahora no vemos sirven de fondo a las que vemos, pero luego serán aquéllas las que tengamos delante, inmediatas, patentes, dadas. Y si cada una es sólo fragmento y el mundo es no más que su colección o montón, quiere decirse que, a su vez, el mundo entero, el conjunto de lo que nos es dado y que por sernos dado podemos llamarlo «nuestro mundo», será también mi fragmento enorme, colosal, pero fragmento y nada más. El mundo no se explica tampoco a sí mismo; al contrario, cuando nos encontramos teóricamente ante él nos es dado sólo… un problema.

 

[¿En qué consiste, lo problemático del problema? Tomemos el ejemplo inveterado: el palo dentro del agua parece recto al tacto, no recto a la vista. El intelecto quiere avecindarse en una de estas apariencias, pero la otra se alza con derechos iguales. El intelecto siente la angustia de no poder reposar en ninguna y busca una solución: busca salvarse haciendo de ellas meras apariencias. Problema es la conciencia de un ser y un no ser, de una contradicción. Como decía Hamlet: «Ser o no ser, ésta es la cuestión.»]

Parejamente, el mundo que hayamos es, pero, a la vez, no se basta a sí mismo, no sustenta su propio ser, grita lo que le falta, proclama su no ser y nos obliga a filosofar; porque esto es filosofar, buscar al mundo su integridad, completarlo en Universo y a la parte construirle un todo donde se aloje y descanse. Es el mundo un objeto insuficiente y fragmentario, un objeto fundado en algo que no es él, que no es lo dado.

 

Ese algo tiene, pues, una misión sensu stricto fundamentadora, es el ser fundamental. Como Kant decía: «Cuando lo condicional nos es dado, lo incondicional nos es planteado como problema.» He aquí el decisivo problema filosófico y la necesidad mental que hacia él nos dispara. Fíjense ahora ustedes un momento en la peculiar situación que se nos crea frente a ese ser postulado y no dado, frente a ese ser fundamental.

 

No cabe buscarlo como una cosa del mundo que hasta hoy no se nos hizo presente, pero que acaso mañana se manifieste ante nosotros. El ser fundamental, por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que falta a todo lo presente. ¿Cómo sabemos de él? Curiosa aventura la de ese extraño ser. Cuando en un mosaico falta una pieza lo reconocemos por el hueco que deja; lo que de ella vemos es su ausencia; su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente. De modo análogo, el ser fundamental es el eterno y esencial ausente, es el que falta siempre en el mundo — y de él vemos sólo la herida que su ausencia ha dejado, como vemos en el manco el brazo deficiente. Y hay que definirlo dibujando el perfil de la herida, describiendo la línea de fractura. Por su carácter de ser fundamental no puede parecerse al ser dado que es, precisamente, un ser secundario y fundamentado. Es aquél, por esencia, lo completamente otro, lo formalmente distinto, lo absolutamente exótico.

 

Yo creo que es debido, por lo pronto, subrayar mucho la heterogeneidad, lo que tiene de distante e incomparable con todo ser intramundano ese ser fundamental, en vez de hacerse ilusiones respecto a su proximidad y parecido con las cosas que nos son dadas y notorias. En este sentido, bien que sólo en éste, simpatizo con los que se negaron a hacer casero, doméstico y casi nuestro vecino al ser trascendente. Como en las religiones aparece bajo el nombre de Dios esto que en filosofía surge como problema de fundamento para el múñelo, encontramos también en ellas las dos actitudes: los que traen a Dios demasiado cerca y, como Santa Teresa, le hacen andar entre los pucheros, y los que, a mi juicio con mayor respeto y más tacto filosófico, lo alejan y trasponen. Siempre, en este contexto, me emociona recordar la figura de Marción, el primer gran heresiarca del cristianismo, a quien, no obstante tener que llamarlo «primogénito de Satán», la Iglesia, con fina conciencia, ha tratado siempre en forma de desusada consideración, porque era, en efecto, fuera del dogma, varón en todo ejemplar. Marción, como todo el gnosticismo, parte de una conciencia hipersensible para el carácter de limitación, de defecto, de insuficiencia adscrito a todo lo mundano. Por eso no admite que el verdadero y supremo Dios tenga nada que ver con el Mundo: él es lo absolutamente distinto y otro que el mundo —es allotrios. De otro modo quedaría contaminado moral y ontológicamente con la imperfección y limitación de éste. De aquí que, según él, no pueda ser el supremo y auténtico Dios un creador del mundo: sería entonces creador de lo insuficiente, por tanto, él mismo insuficiente, y buscamos, frente al mundo, la perfecta suficiencia. Crear algo es, al cabo —interpreto ahora a Marción— contaminarse con lo creado. El Dios creador es un poder segundo, es el Dios del Antiguo Testamento, un Dios que tiene mucho de ultramundano, Dios de la justicia y Dios de los ejércitos, lo cual supone que está referido indisolublemente al crimen y a la lucha. En cambio, el verdadero Dios no es justo, es simplemente bueno, no es justicia, sino caridad, amor. Existe eternamente ajeno al mundo y ausente del mundo, en absoluta distancia de él, intacto de él; por eso sólo podemos llamarle por excelencia «el Dios extranjero» — xenoz qeuz—, mas por lo mismo que es lo absolutamente otro que el mundo, lo compensa y lo completa, de puro no tener que ver con el mundo lo salva. Y ésta es para el gnóstico la obra más altamente divina: no crear el mal mundo como un demiurgo pagano, sino, al contrario, «descrearlo», anular su maldad constitutiva —es decir, salvarlo.

 

Si es, por lo pronto, necesario subrayar esa distancia, no basta con esto. El gnosticismo se queda ahí: es la exageración de ese momento, del Deus exsuperantissimus. Hace falta el viaje de vuelta. No resulte que he hecho una confesión de marcionismo. Mal puedo hacerla cuanto que éste habla de Dios, problema de la teología, y esto para nosotros era sólo ilustración al margen. Hablamos sólo del ser fundamental, tema exclusivo de la filosofía.

 

Filosofía es conocimiento del Universo o de todo cuanto hay. Ya vimos que esto implicaba para el filósofo la obligación de plantearse un problema absoluto, es decir, de no partir tranquilamente de creencias previas, de no dar nada por sabido anticipadamente. Lo sabido es lo que ya no es problema. Ahora bien, lo sabido fuera, aparte o antes de la filosofía es sabido desde un punto de vista parcial y no universal, es un saber de nivel inferior que no puede aprovecharse en la altitud donde se mueve a nativitate el conocimiento filosófico. Visto desde la altura filosófica, todo otro saber tiene un carácter de ingenuidad y de relativa falsedad, es decir, que se vuelve otra vez problemático. Por eso Nicolás Cusano llamaba las ciencias docta ignorancia.

Esta situación del filósofo, que va aneja a su extremo heroísmo intelectual y que sería tan incómoda si no le llevase a ella su inevitable vocación, impone a su pensamiento lo que llamo imperativo de autonomía. Significa este principio metódico la renuncia a apoyarse en nada anterior a la filosofía misma que se vaya haciendo y al compromiso de no partir de verdades supuestas. Es la filosofía una ciencia sin suposiciones. Entiendo por tal un sistema de verdades que se ha construido sin admitir como fundamento de él ninguna verdad que se da por probada fuera de ese sistema. No hay, pues, una admisión filosófica que el filósofo no tenga que forjar con sus propios medios. Es, pues, la filosofía ley intelectual de sí misma, es autonómica. A esto llamo principio de autonomía —y él nos liga sin pérdida alguna a todo el pasado criticista de la filosofía—; él nos retrotrae al gran impulsor del pensamiento moderno y nos califica como últimos nietos de Descartes. Pero no se fíen ustedes de la ternura de los nietos. El próximo día vamos a ajustar las cuentas a nuestros abuelos. Comienza el filósofo por evacuar de creencias recibidas su espíritu, por convertirlo en una isla desierta de verdades, y luego, recluso en esta ínsula, se condena a un robinsonismo metódico. Tal era el sentido de la duda metódica que para siempre sitúa Descartes en el umbral del conocimiento filosófico. El sentido de ella no era simplemente dudar de todo aquello que, en efecto, suscita en nosotros duda —esto lo hace a toda hora cualquier hombre discreto—, sino que consiste en dudar inclusive de lo que no se duda de hecho pero, en principio, podía ser dubitable. Esta duda instrumental y técnica, que es el bisturí del filósofo, tiene un radio de actuación mucho más amplio que la habitual suspicacia del hombre, puesto que dejando atrás lo dudoso se alarga hasta lo dubitable. Por eso no titula Descartes su famosa meditación así: De ce qu'on revoque en doute, sino De ce qu on peut revoquer en doute.

 

Aquí tienen ustedes la raíz de un aspecto característico de toda filosofía: su fisonomía paradójica. Toda filosofía es paradoja, se aparta de la opinión natural que usamos en la vida, porque considera como dudosas teoréticamente creencias elementalísimas que vitalmente no nos parecen cuestionables. Pero una vez que en virtud del principio autonómico se ha replegado el filósofo sobre aquellas poquísimas verdades primeras de que ni aun teoréticamente cabe dudar, y que por ello se prueban y comprueban a sí mismas, tiene que volverse cara al Universo y conquistarlo, abarcarlo íntegro. Ese punto o puntos mínimos de verdad rigorosa tienen que ser elásticamente dilatados hasta aprisionar cuanto hay. Frente a ese principio ascético de repliegue cauteloso que es la autonomía actúa un principio de tensión opuesta: el universalismo, el afán intelectual hacia el todo, lo que yo llamo pantonomía.

 

No basta con el principio de autonomía que es negativo, estático y de cautela, que nos invita a tener cuidado, pero no a caminar, que no orienta ni dirige nuestro avance. No basta con no errar: es preciso acertar, es forzoso atacar sin descanso nuestro problema, y como éste consiste en definir el todo o Universo, cada concepto filosófico habrá de ser fabricado en función del todo, a diferencia de los conceptos en las disciplinas particulares que se atienen a lo que la parte es como parte aislada o falso todo. Así, la física nos dice solamente lo que es la materia como si sólo ella hubiese en el Universo, como si fuese el Universo. Por eso la física ha solido tender a sublevarse como auténtica filosofía, y esta pseudofilosofía subversiva es el materialismo. El filósofo, en cambio, buscará de la materia su valor como pieza del Universo y dirá la verdad última de cada cosa, lo que esta cosa es en función de todas. A este principio de conceptuación llamo pantonomía o ley de totalidad. El principio de autonomía ha sido de sobra proclamado desde el Renacimiento hasta el día, a veces con un exclusivismo funesto que ha frenado al pensamiento filosófico hasta paralizarlo. En cambio, el principio de pantonomía o universalismo sólo ha encontrado atención adecuada en algún momento del alma antigua y en el breve período filosófico que va de Kant a Hegel, la filosofía romántica. Yo me atrevería a decir que esto y sólo esto nos aproxima a los sistemas post-kantianos, cuyo estilo ideológico nos es, por lo demás, sobremanera extemporáneo. Pero ya es de gran calado esa sola coincidencia. Coincidimos con ellos en no contentarnos con evitar el errar y en considerar que la mejor manera de lograrlo no es angostar el campo visual, sino, al contrario, dilatarlo máximamente, convirtiendo en imperativo intelectual, en principio metódico el propósito de pensar todo y no dejarse nada fuera.

Desde Hegel se ha olvidado que filosofía es ese pensamiento integral y que no es sino eso —con todas sus ventajas y, naturalmente, con todos sus fallos.

Queremos una filosofía que sea filosofía y nada más, que acepte su destino, con su esplendor y su miseria, y no bizquee envidiosa queriendo para sí las virtudes cognoscitivas que otras ciencias poseen, como es la exactitud de la verdad matemática o la comprobación sensible y el practicismo de la verdad física. No ha sido casual que en el último siglo fuese el filósofo tan infiel a su condición. Fue característico de esos tiempos en Occidente no aceptar el Destino, querer ser lo que no se era. Por eso fue una edad constitutivamente revolucionaria. En sentido último, «espíritu revolucionario» significa no sólo afán de mejorar — cosa que es siempre excelente y noble—, sino creer que se puede sin límites ser lo que no se es, lo que radicalmente no se es, que basta con pensar en un orden del mundo o de la sociedad que parecen óptimos para que debamos realizarlos, no advirtiendo que el mundo y la sociedad tienen una estructura esencial incanjeable, la cual limita la realización  de nuestros deseos y da un carácter de frivolidad a todo reformismo que no cuente con ella. Al espíritu revolucionario que intenta utópicamente hacer que las cosas sean lo que nunca podrán ser ni tienen por qué ser, es preciso sustituir el gran principio ético que Píndaro líricamente pregonaba y dice, sin más, así: Llega a ser el que eres.

 

Es forzoso que la filosofía se contente con ser la pobrecita cosa que es y dejar vacantes las gracias que no le son propias para que se ornen con ellas los otros modos y clases de conocimiento. A despecho del aspecto megalómano que primeramente ofrece la filosofía al pretender abarcar el Universo e ingurgitárselo, se trata, en rigor, de una disciplina ni más ni menos modesta que las otras. Porque el Universo o todo cuanto hay no es cada una de las cosas que hay, sino sólo lo universal de cada cosa, por tanto, sólo una faceta de cada cosa. En este sentido, pero sólo en éste, es también parcial el objeto de la filosofía, puesto que es la parte por la cual cada cosa se inserta en el todo, diríamos su porción umbilical. Y no fuera incongruente afirmar que, a la postre, es también el filósofo un especialista, a saber, un especialista en universos.

 

Pero así como Einstein, según vimos, hace de la métrica empírica y por tanto relativa —es decir, hace de lo que se considera a primera vista una limitación y hasta un principio de error precisamente el principio de todos los conceptos físicos—, así también la filosofía, me importa mucho subrayar esto, hace de la aspiración a abarcar intelectualmente el Universo el principio lógico y metódico de sus ideas. Hace, por tanto, de lo que puede parecer un vicio, un loco afán, su destino rigoroso y su fértil virtud. Extrañará a los más disertos en materia filosófica que a ese imperativo de abarcar todo le llame principio lógico. La lógica — inveteradamente— no conoce más principios que el de identidad y contradicción, de razón suficiente y del tercio excluso. Se trata, pues, de una heteredoxia que ahora no más deslizo y como anuncio. Ya veremos cuando le llegue el turno el sentido grave y las razones enérgicas que esta heterodoxia contiene.

Pero aún tenemos que añadir, entre otros menos urgentes, un nuevo atributo al concepto de filosofía. Un atributo que pudiera parecer demasiado inexcusable para que merezca ser formulado. Sin embargo, es muy importante. Llamamos filosofía a un conocimiento teorético, a una teoría. La teoría es un conjunto de conceptos —en el sentido estricto del término concepto. Y este sentido estricto consiste en ser concepto un contenido mental enunciable. Lo que no se puede decir, lo indecible o inefable no es concepto, y un conocimiento que consista en visión inefable del objeto será todo lo que ustedes quieran, inclusive será, si ustedes lo quieren, la forma suprema de conocimiento, pero no es lo que intentamos bajo el nombre de filosofía. Si imaginamos un sistema filosófico como el de Plotino o el de Bergson, que mediante conceptos nos demuestra ser el verdadero conocimiento un éxtasis de la conciencia en que ésta transpone los límites de lo intelectual o conceptual y toma contacto inmediato con la realidad, por tanto, sin la mediación o intermediario del concepto, diríamos que son filosofías en tanto que prueban la necesidad del éxtasis con medios no extáticos y dejan de serlo cuando se arrojan del concepto a la inmersión en el místico trance.

Recuerden ustedes la impresión sincera que les ha producido el trato con las obras místicas. El autor nos invita a un viaje maravilloso, el más maravilloso. Nos dice que lia estado en el centro mismo del Universo, en la entraña de lo absoluto. Nos propone que rehagamos con él la caminata.

Encantados, nos disponemos a partir y dócilmente seguir a nuestro guía. Desde luego, nos sorprende un poco que quien se ha sumergido en tan prodigioso lugar y elemento, en tan decisivo abismo, como es Dios o lo Absoluto o lo Uno, no haya quedado más descompuesto, más deshumanizado, con nuevo acento —más distinto y otro de nosotros mismos. Cuando Teófilo Gautier volvió a París de su viaje por España, todo el mundo se lo conoció en la cara —porque la traía tostada por el sol transpirenaico. Según la leyenda bretona los que bajaban al purgatorio de San Patricio no volvían a reír nunca. La rigidez de los músculos cigomáticos, solícitos obreros de la sonrisa, servía de «auténtica» a su excursión subterránea. El místico ha vuelto intacto, impermeable a la materia soberana que durante un rato le ha bañado. Si alguien nos dice que vuelve del fondo del mar, automáticamente dirigimos una mirada a su indumentaria con la esperanza de hallar en ella prendidos vagos restos de algas y corales, flora y fauna abisal.

 

Pero es tanta la ilusión que nos ofrece el viaje propuesto, que acallamos esta momentánea extrañeza y caminamos resueltos junto al místico. Sus palabras —sus lógoi— nos seducen. Los místicos han solido ser los más formidables técnicos de la palabra, los más exactos escritores. Es curioso y —como veremos— paradójico que en todos los lenguajes del mundo los clásicos del idioma, del verbo hayan sido los místicos. Además de portentosos decidores, los místicos han tenido siempre un gran talento dramático. El dramatismo es la tensión sobrenormal de nuestra alma, producida por algo que se nos anuncia para el futuro, al que en cada instante nos aproximamos más, de suerte que la curiosidad, el temor o el apetito suscitado por ese algo futuro se multiplica por sí mismo, acumulándose sobre cada nuevo instante. Si la distancia que nos separa de ese futuro tan atractivo o tan temible es dividida en etapas, la arribada a cada una de ellas renueva y aumenta nuestra tensión. El que va a cruzar el desierto de Sahara siente curiosidad por sus bordes, donde la civilización termina, pero la siente mayor por lo que hay más allá de esos bordes, por lo que es ya desierto, y todavía mayor por el centro mismo de éste, como si en ese centro fuese el desierto superlativo de sí mismo. De esta manera, en vez de menguar la curiosidad conforme se va usando, es como un músculo que el ejercicio alimenta y acrece. El más allá de la primera etapa interesa, pero interesa mayormente el más allá de ese primer más allá, y así sucesivamente. Todo buen dramaturgo conoce el efecto de mecánica tensión que produce esta segmentación del camino hacia un futuro anunciado. Y por eso los místicos dividen siempre su itinerario hacia el éxtasis en virtuales etapas. Unas veces se trata de un castillo dividido en moradas inclusas las una en las otras, como esas cajas japonesas que tienen siempre dentro otra caja más —así Santa Teresa—; otras veces es la subida a un monte con altos en la ascensión, como en San Juan de la Cruz, o bien es una escalera donde cada peldaño nos promete una nueva visión y un nuevo paisaje —como en la Escala espiritual de San Juan Clímaco. Confesemos que al llegar a cada uno de estos estadios sentimos alguna desilusión: lo que desde él divisamos no es cosa mayor. Pero la esperanza de que en el próximo se manifestará ya lo insólito y magnífico nos mantiene alertas y animosos. Mas he aquí que al llegar a la última morada, a la cima del Carmelo, el último escalón, el místico guía, que no ha parado de hablar durante un momento, nos dice: «Ahora quédese usted ahí solo; yo voy a sumergirme en el éxtasis. A la vuelta le contaré a usted.» Dócilmente esperamos ilusionados con la perspectiva de ver al místico retornar ante nuestros ojos directamente del abismo, chorreando aún misterios, con el olor acre de los vientos de ultranza que guardan algún tiempo pegado las ropas del navegante. Helo aquí que ya vuelve; se acerca y nos dice: «Pues ¿sabe usted que no puedo contarle nada o poco menos, porque lo que he visto es en sí mismo incontable, indecible, inefable?» Y el místico, tan locuaz antes, tan maestro del hablar, se torna taciturno en la hora decisiva, o lo que es peor todavía y más frecuente, nos comunica del trasmundo noticias tan triviales, tan poco interesantes, que más bien desprestigian al más allá. Como dice el refrán tudesco: «Cuando se hace un largo viaje se trae algo que contar.» El místico, de su travesía ultramundana, no trae nada o apenas que contar. Hemos perdido nuestro tiempo. El clásico del lenguaje se hace especialista del silencio.

Quiero indicar con esto que la discreta actitud ante el misticismo, en el sentido estricto de esta palabra, no debe consistir en la pedantería de estudiar a los místicos como casos de clínica psiquiátrica —como si esto aclarase nada esencial de su obra—, u oponiéndoles cualesquiera otras objeciones previas, sino, al revés, aceptando cuanto nos proponen y tomándoles por la palabra. Pretenden llegar a un conocimiento superior a la realidad. Si, en efecto, el botín de sabiduría que el trance les proporciona valiese más que el conocimiento teorético, no dudaríamos un momento en abandonar éste y hacernos místicos. Pero lo que nos dicen es de una trivialidad y de una monotonía insuperables. A esto responden los místicos que el conocimiento extático, por su misma superioridad, trasciende todo lenguaje, que es un saber mudo. Sólo cada cual, por sí, puede llegar a él, y el libro místico se diferencia de un libro científico en que no es una doctrina sobre la realidad trascendente, sino el plano de un camino para llegar a esa realidad, el discurso de un método, el itinerario de la mente hacia lo absoluto. El saber místico es intransferible y, por esencia, silencioso.

En verdad que no podrían tampoco valer este mutismo y este carácter intransferible de cierto saber como objeciones contra el misticismo. El color que ven nuestros ojos y el sonido que oye nuestra oreja son, en rigor, indecibles. El matiz peculiar de un color real no puede ser expresado en palabras; hay que verlo, y sólo el que lo ve sabe propiamente de qué se trata. A un ciego absoluto no se le puede comunicar lo que es el cromatismo del mundo, para nosotros tan evidente. Sería, pues, un error desdeñar lo que ve el místico, porque sólo puede verlo él. Hay que raer del conocimiento la democracia del saber, según la cual sólo existiría lo que todo el mundo puede conocer. No; hay quien ve más que los demás, y estos demás no pueden correctamente hacer otra cosa que aceptar esa superioridad cuando ésta es evidente.

Dicho en otra forma: el que no ve tiene que fiarse del que ve. Pero se dirá: «¿Cómo podemos certificar que alguien ve, en efecto, lo que no vemos? El mundo está lleno de charlatanes, de vanidosos, de embaucadores, de dementes.» El criterio en este caso no me parece de difícil hallazgo; yo creeré que alguien ve más que yo cuando esa visión superior, invisible para mí, le proporciona superioridades visibles para mí. Juzgo por sus efectos. Conste, pues, que no es la inefabilidad ni la imposible transferencia del saber místico lo que hace al misticismo poco estimable —ya veremos cómo existen, en efecto, saberes que por su consistencia misma son incomunicables y alientan inexorablemente prisioneros del silencio. Mi objeción frente al misticismo es que de la visión mística no redunda beneficio alguno intelectual. Por fortuna, algunos místicos han sido, antes que místicos, geniales pensadores — como Plotino, el maestro Eckhart y el señor Bergson. En ellos contrasta peculiarmente la fertilidad del pensamiento, lógico o expreso, con la miseria de sus averiguaciones extáticas.

El misticismo tiende a explotar la profundidad y especula con lo abismático; por lo menos, se entusiasma con las honduras, se siente atraído por ellas. Ahora bien, la tendencia de la filosofía es de dirección opuesta. No le interesa sumergirse en lo profundo, como a la mística, sino, al revés, emerger de lo profundo a la superficie. Contra lo que suele suponerse, es la filosofía un gigantesco afán de superficialidad, quiero decir, de traer a la superficie y tornar patente, claro, perogrullesco si es posible, lo que estaba subterráneo, misterioso y latente. Detesta el misterio y los gestos melodramáticos del iniciado, del mistagogo. Puede decir de sí misma lo que Goethe:

Yo me declaro del linaje de esos-

Que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.

La filosofía es un enorme apetito de transparencia y una resuelta voluntad de mediodía. Su propósito radical es traer a la superficie, declarar, descubrir lo oculto o velado —en Grecia la filosofía comenzó por llamarse alétheia, que significa desocultación, revelación o desvelación; en suma, manifestación. Y manifestar no es sino hablar, lógos. Si el misticismo es callar, filosofar es decir, descubrir en la gran desnudez y transparencia de la palabra el ser de las cosas, decir el ser: ontología. Frente al misticismo, la filosofía quisiera ser el secreto a voces.

Recuerdo haber publicado hace años lo siguiente: «Comprendo, pues, perfectamente, y de paso comparto la falta de simpatía que han mostrado siempre las Iglesias hacia los místicos, como si temiesen que las aventuras extáticas trajesen desprestigio sobre la religión. El extático es, más o menos, un "frenético". Por eso se compara él mismo a un hombre ebrio. Le falta mesura y claridad mental. Da a la relación con Dios un carácter orgiástico que repugna a la grave serenidad del verdadero sacerdote. El caso es que, con rara coincidencia, el mandarín confuciano experimenta un desdén hacia el místico taoísta, parejo al que el teólogo católico siente hacia la monja iluminada. Los partidarios de la bullanga en todo orden preferirán siempre la anarquía y la embriaguez de los místicos a la clara y ordenada inteligencia de los sacerdotes, es decir, de la Iglesia. Yo siento no poder acompañarles tampoco en esta preferencia. Me lo impide una cuestión de veracidad. Y es ella que cualquier teología me parece transmitirnos mucha más cantidad de Dios, más atisbos y nociones sobre la divinidad que todos los éxtasis juntos de todos los místicos juntos.»Porque en lugar de escépticamente al extático debemos, como he dicho, tomarlempor su palabra, recibir lo que nos trae de sus inmersiones trascendentes y ver luego si eso que nos presenta vale la pena. Y la verdad es que, después de acompañarle en su viaje sublime, lo que logra comunicarnos es cosa de poca monta. Yo creo que el alma europea se halla próxima a una nueva experiencia de Dios, a nuevas averiguaciones sobre esa realidad, la más importante de todas. Pero dudo mucho que el enriquecimiento de nuestras ideas sobre lo divino venga por los caminos subterráneos de la mística y no por las vías luminosas del pensamiento discursivo. Teología y no éxtasis» 16 .

Con haber dicho esto tan taxativamente no me considero obligado a menospreciar la obra de los pensadores místicos. En otros sentidos y dimensiones son de abundante interés. Más que nunca hoy tenemos que aprender de ellos muchas cosas. Inclusive su idea del éxtasis —ya que no el éxtasis mismo— no carece de significación. Otro día veremos cuál. Lo que sostengo es que filosofía mística no es lo que intentamos bajo el nombre de filosofía. La única limitación inicial de ésta consiste en querer ser un conocimiento teorético, un sistema de conceptos, por tanto, de enunciados. Volviendo, como haré tantas veces, a buscar un término de comparación  en la ciencia actual, diré: que si física es todo lo que se puede medir, filosofía es el conjunto de lo que se puede decir sobre el Universo.

 


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